La feminista (im)perfecta

Una farsa de mi propio discurso. Una embustera, una sombra. Un timo. Yo.  ¿Con qué criterio voy a contarme ahora realidades si he traicionado mis ideas?

Voy a confesarme hermanas, porque he pecado.

Me enamoré. Me enamoré tan hasta los huesos que dejé de respirar durante algunas estaciones. En nuestro vagón de hierro sólo existían amor, sexo y lucha. Y la lucha se confundía con el amor y el sexo con la lucha. Y bajo la ducha corrían las semanas, los meses. Y lo pensábamos como un producto de ese cambio social que buscábamos en el mundo, una bandera de hilo que se tejía a cada orgasmo. No había modelos de la relación que quisimos, así que nos la fuimos inventando. Compusimos la forma de amarnos y desabrochamos cada botón de todas mis camisas.

Mi primera revolución fue que entraras. No sé como llamarlo ahora, que te estoy sacando. Porque, entre tanto beso y tanta calle, no vimos que los botones se descosían.

Y ahora que no somos dos, los recursos patriarcales se agolpan en mis bolsillos. Siento soledades, miedos y celos, ¿Dónde está mi feminismo? Llevo tanta culpa por no ser la mujer que deseo, emancipada y poliamorosa, que he dejado de escribir. Esa culpa culpita por cometer pecados biopolíticos que no se absuelven con ninguna penitencia morbosa. No puedo ser la feminista perfecta, igual que mi madre no pudo ser la conciliadora perfecta, ni mi abuela la madre perfecta. Así, todas acarreamos las culpas de haber fracasado ante nosotras mismas y no saber gestionar modelos con dicotomías y contradicciones. No soy la feminista perfecta, pero al menos voy a exorcizar esa culpa que me ahoga. Déjenme odiar tranquila y serena.

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